REAL MONASTERIO DE SANTA MARÍA DE VERUELA

Al cobijo de la mítica mole del Moncayo —gigante dormido que respira nieblas y leyendas— se alza, desde el siglo XII, un refugio de piedra y de espíritu: el primer monasterio cisterciense de Aragón, el más bello y sereno, donde la oración y el silencio se entrelazan con el susurro del viento.

Cuando uno llega, antes de que la mirada alcance los muros, le da la bienvenida, al otro lado del camino, una vieja cruz de mármol, quieta como un guardián del tiempo. Es la CRUZ DE TÉRMINO, erigida en los días del abad D Carlos Cerdán Gurrea (1561-1586). En su mármol duerme el escudo del abad, y en su pedestal, la historia.


Esta cruz, originalmente un rollo o picota de piedra negra que marcaba la soberanía abacial, es un lugar recurrente en las descripciones de los escritos de Bécquer  durante su estancia en el monasterio. Por ello la llamaban también el "mentidero de Bécquer". Allí, sentado al pie de la Cruz, y teniendo en las manos un libro que casi nunca leo, y que muchas veces dejo olvidado en las gradas de piedra, estoy una y dos y a veces hasta cuatro horas aguardando el periódico. De cuando en cuando veo atravesar a lo lejos una de esas figuras aisladas que se colocan en un paisaje para hacer sentir mejor la soledad del sitio”.

El monasterio se recoge tras una muralla almenada, de traza hexagonal y alma irregular, que encierra en su perímetro de un kilómetro, todo cuanto los monjes precisaron para vivir: el agua que les daba pureza, el molino que les daba pan, el huerto que les daba sustento. Pues orar y trabajar, ora et labora, fueron los dos pilares que sostuvieron sus días. Así, para acceder a él, debemos traspasar la TORRE DEL HOMENAJE, donde vemos, a ambos lados, sendos escudos del Arzobispo de Zaragoza, D Hernando de Aragón, nieto bastardo de Fernando el Católico y Abad que fue del Monasterio.




Tras franquearla, hallarás un largo y fresco paseo con árboles  y a la derecha de este "parque" veremos el antiguo palacio abacial del siglo XVI.



El romántico paseo conduce al alma del conjunto, la PORTADA de la iglesia, templo majestuoso que tardó dos siglos y medio en levantarse, como si los monjes quisieran tallar en la piedra la eternidad misma.

Seis arquivoltas se abren en degradación, cubiertas de flores, de geometrías y de entrelazos. 

Entre sus capiteles brotan aves y leones, y hasta Caco, aquel ladrón de la mitología, arrastrado por cuatro guardianes de piedra.

Encima, una danza de treinta y dos arquillos traza un ornamento singular, custodiando uno de los dos crismones trinitarios que bendicen la fachada y que según parece, puede proceder de la puerta del claustro. El otro se oculta en la clave interior, como una firma secreta del cielo.

El gran rosetón deja filtrar la luz que baña el templo con un resplandor casi dorado.

Aún pueden verse los herrajes de la puerta, fechados en 1607, obra de manos que ya se disolvieron en el polvo, pero que dejaron su fuerza fundida en el hierro.

A los pies del templo se alza la torre de Santiago, campanario de cuatro cuerpos. Los dos inferiores, románicos, hablan del rigor de los primeros tiempos; los superiores, mudéjares, de la dulzura que trajo el ladrillo aragonés en los siglos XVI y XVII.


Una nueva puerta conduce, como un suspiro, hacia otro jardín escondido. 

Allí se abre la PORTERÍA, donde antaño se recibía al viajero, mitad con recelo, mitad con misericordia. Es un rostro de piedra que mezcla lo gótico y lo renacentista, testigo de siglos de reformas y ampliaciones entre los siglos XIII y XVI.


Era este el umbral entre dos mundos: el ruido del exterior y la calma monástica. Hoy, gracias a una sencilla plataforma que salva los escalones del tiempo, hasta quienes ruedan sobre silla pueden cruzar este límite sagrado.

Ahora, imagínate que atraviesas el silencio del Moncayo una mañana de otoño. El aire huele a piedra húmeda y a hojas que comienzan a pudrirse bajo los muros centenarios. El viento, siempre presente, silba entre los cipreses del recinto y parece arrastrar viejas voces, ecos de campanas ya dormidas. Caminas por el claustro y llegas a la ANTIGUA CILLA, donde antaño los monjes guardaban el fruto de sus cosechas: sacos de trigo, tinajas de vino, y cántaros de aceite. El aire aún conserva, como un perfume antiguo, ese leve aroma a mosto, a oliva y a tierra. Hoy, ese espacio se ha transformado en el ESPACIO BÉCQUER, pero conserva intacto su aliento de recogimiento.

La piedra sigue siendo la misma: fría, noble, silenciosa. Las bóvedas de cañón acogen ahora paneles con retratos, manuscritos y cartas de Gustavo Adolfo Bécquer; las palabras sustituyen al grano, la poesía ocupa el lugar del pan y los dibujos de su hermano Valeriano nos muestran la vida humilde de los pueblos del Moncayo.

Pero también, este es un adecuado lugar para descubrir la historia del extraordinario monasterio. Sus piedras guardan los ecos de casi nueve siglos y muestran, como páginas talladas en caliza, la evolución del arte y del tiempo. Aquí conviven el Románico de la portada de la iglesia abacial, el Gótico del templo y del claustro medieval, el Renacimiento que trajo Hernando de Aragón con el Palacio abacial, y el Barroco de la portada de la sacristía y del monasterio nuevo.

Plano de construcción de Veruela.gif

Por Jaraute - Trabajo propio, CC BY-SA 4.0, Enlace

Fue en 1141 cuando Pedro de Atarés y su madre donaron los valles de Veruela y Maderuela, en torno al río Huecha, a los monjes franceses de la Abadía de Escaladieu, para que fundasen un monasterio bajo la advocación de la Virgen María. La orden del Císter concedió el permiso en 1146, dando origen a la primera gran fundación cisterciense de Aragón. La donación fue confirmada por Ramón Berenguer IV en 1155, y hacia 1171 el cenobio ya acogía a los monjes. Las obras de la iglesia, sin embargo, se prolongaron durante dos siglos y medio, testimonio de la paciencia y la fe de quienes levantaron este refugio de piedra y oración. En el siglo XVII, un nuevo claustro barroco aportó celdas individuales para los monjes. Y aunque la desamortización de 1835 obligó a abandonar el monasterio y provocó la pérdida de muchos bienes, la devoción de las gentes de Borja y Tarazona lo salvó de la ruina total. Gracias a ellas, y a la creación de una hospedería, Veruela se mantuvo en pie: un lugar romántico, de retiro, donde el aire del Moncayo parecía curar los males del cuerpo y del alma.

A esa hospedería llegaron, en la segunda mitad del siglo XIX, miembros de la alta sociedad zaragozana y visitantes ilustres. Entre ellos, los hermanos Gustavo Adolfo y Valeriano Bécquer, que entre 1863 y 1864 hallaron aquí un refugio de inspiración. De aquellos días nacieron las “Cartas desde mi celda”, donde la voz del poeta se mezcla con el susurro del viento y el misterio de las montañas, y las pinturas y grabados de Valeriano, que inmortalizaron el alma popular de la comarca. Desde entonces, la presencia de los Bécquer ha otorgado a Veruela la universalidad que hoy la define. Ni los siglos de vida cisterciense ni la estancia jesuítica posterior lograron dejar una huella tan honda en la memoria colectiva. Veruela, como el alma romántica que la habita, ha sido y sigue siendo refugio, inspiración y leyenda.



Ahora salimos despacio, como quien no quiere romper un hechizo, y la luz nos conduce hasta el CLAUSTRO gótico, un lugar donde el tiempo parece detenerse en el aire. Fue levantado en el último tercio del siglo XIV, cuando las manos anónimas de los monjes y los canteros trazaron en la piedra una oración que aún resuena en cada arco.




Las galerías, serenas y solemnes, se cubren con bóvedas de crucería que se cruzan en el cielo de piedra como ramas de un árbol sagrado. Los arcos fajones dobles y apuntados sostienen el ritmo de la arquitectura con la cadencia de un salmo.

Y hacia el corazón del patio, se abren los arcos ojivales, elegantes, coronados por rosetones que filtran la luz como si el sol, respetuoso, pidiera permiso para entrar. Los capiteles, trabajados con esmero, florecen en motivos vegetales: hojas que parecen mecerse, tallos que se enroscan con dulzura, flores que brotan de la piedra. Todo responde al gusto sobrio y natural de los cistercienses, que hallaban en la simplicidad la forma más pura de la belleza.

En cambio, en los muros exteriores, los apeos de las nervaduras descansan sobre grandes ménsulas decoradas con figuras historiadas. Rostros humanos y fieras pétreas asoman entre las sombras, guardianes del silencio. 






Un Atlas inclina su espalda para sostener el peso del mundo —o quizá del espíritu—, recordándonos que hasta la piedra puede fatigarse de sostener los siglos.

Entre las ménsulas y los arcos se esconden gárgolas y cabezas esculpidas, algunas serenas, otras grotescas, guardianas que miran al patio con la eterna expresión de quien ha visto pasar los siglos sin moverse.






Sobre este claustro, entre 1548 y 1549, se edificó otro más moderno, siguiendo las formas del Renacimiento y el gusto plateresco. En los antepechos, los escudos de los abades restauradores, don Fernando y don Lope, miran aún con orgullo desde la piedra su obra concluida.



Sus trece arcos de medio punto se abren con elegancia sobre columnas de alabastro, y en las enjutas aparecen cabezas humanas —reyes, guerreros, abades— alternadas con ángeles que parecen sonreír a la eternidad.

En el lado sur del claustro, donde la luz cae más dulce al atardecer, se alza el LAVATORIO, un templete de planta hexagonal, tan perfecto y sereno que parece más obra del agua que de la piedra. 

Aquí, los monjes se purificaban antes de entrar al refectorio, cumpliendo el antiguo rito que unía la limpieza del cuerpo con la del espíritu. El murmullo del agua que antaño corría en su pila aún parece resonar entre las losas, como una oración líquida que no ha cesado de fluir.

Su origen se remonta al último tercio del siglo XIV, cuando la piedra gótica alcanzó en Veruela su equilibrio más armónico. La bóveda de crucería, reforzada por nervaduras que convergen bajo un rosetón, se eleva como un cielo geométrico, donde la simetría se hace plegaria. 

En ese rosetón central, tallado con devoción, un caballero luce su armadura, rodeado por seis escudos con el Señal de Aragón, símbolo del linaje y la fe que sustentaron el monasterio.

En torno a él, las piedras parecen respirar; el aire es más fresco, como si el lugar conservara la memoria de cada ablución, de cada gesto humilde de limpieza y obediencia. Y desde este sereno jardín de piedra, abierto al cielo, se accede al resto de las dependencias.

Avanzamos hacia la COCINA, rincón hoy en penumbra donde la vida cotidiana del monasterio latía al ritmo del fuego. En contraste con la serenidad del claustro y el silencio del templo, aquí el aire vibraba con los sonidos del día: el chisporroteo de los leños, el rumor del agua hirviendo, el murmullo bajo de las oraciones que acompañaban cada tarea. Sus muros gruesos conservan el hollín del tiempo, y las bóvedas de piedra, ennegrecidas por siglos de humo, parecen aún guardar el aroma del pan recién cocido, del aceite tibio, del vino derramado en las vigilias de invierno.


Accedemos ahora al contiguo REFECTORIO, el gran salón donde los monjes compartían el pan y el silencio. El aire aquí es distinto: más solemne, más contenido, como si cada muro guardara el eco de las oraciones murmuradas antes de cada comida.


El refectorio se extiende largo y alto, cubierto por una bóveda de crucería estrellada tardogótica fruto de las reformas acaecidas en el siglo XVI, que hace resonar hasta el más leve suspiro. La luz penetra suavemente por los ventanales estrechos, filtrándose en haces dorados que parecen bendecir las mesas alineadas, ahora desaparecidas, pero grabadas en la memoria. Allí los monjes comían en orden riguroso, escuchando la lectura de las Sagradas Escrituras, pues hasta el acto de alimentarse era, para ellos, una forma de oración.


En el muro, una escalera de piedra asciende hacia un púlpito elevado, desde donde un lector recitaba en voz firme los textos sagrados mientras los demás comían en silencio. El sonido de su voz se fundía con el leve tintinear de los utensilios, creando una música sobria, una armonía de fe y disciplina.

Un vano abierto en la pared —el pasaplatos— conectaba con la cocina, permitiendo pasar los alimentos sin romper el silencio.

Quizá Bécquer, de haber estado aquí, habría dicho que este lugar tiene el alma de un poema sin palabras: un silencio tan hondo, que casi se puede oír el murmullo de la eternidad.

A la panda sur se abre también la CÁMARA ABACIAL, una estancia recogida, casi secreta, donde el tiempo parece haberse quedado dormido al calor de una chimenea. Era este el lugar de descanso de los monjes, y a veces, cuando el invierno arreciaba sobre las murallas y el Moncayo descargaba su nieve, se convertía en el único refugio cálido del monasterio. En el tímpano de la portada de ingreso, testigos mudos del tiempo, podemos ver tallado en piedra policromada los escudos de la Corona de Aragón, el rey Martín I el Humano y su esposa la reina María de Luna.

Ya en la panda este nos topamos con el LOCUTORIO, una larga y estrecha habitación donde del abad se encargaba de distribuir las tareas diarias, puesto que en el resto del monasterio estaban prohibidas las conversaciones. Imagino al abad, con rostro severo y compasivo a la vez, asignando los trabajos de la jornada: uno al huerto, otro a la bodega, otro al molino. En su voz resonaba la obediencia, y en cada orden había una enseñanza.


Junto a este se localiza la espectacular SALA CAPITULAR que data de los albores del siglo XIII, y su portada, con arcos finos y columnas delicadas, parece la antesala de una plegaria.

En el antepecho donde reposan las columnas, una piedra grabada detiene nuestro paso. Realizando esta entrada del blog y gracias a la publicación de románico aragonés, descubrimos que se trata de la "La Piedra de Mesura" o ”Piedra de las Medidas”. Sobre su superficie se distinguen: tres pies, una vescica (la composición de círculos), un trozo de escuadra, un trozo de cono y otras figuras muy desdibujadas por los siglos. Son los instrumentos con que los antiguos maestros levantaron catedrales y monasterios, la ciencia secreta del equilibrio y la proporción, el lenguaje mudo del arte sagrado.

Basta poner un pie en su umbral para sentir que uno entra en un espacio más solemne. Aquí, cada mañana, los monjes se reunían con el abad. Leían la regla, confesaban sus faltas y escuchaban las exhortaciones que templaban su espíritu. También en ella tomaban hábito los monjes.

La luz entra oblicua por las ventanas y se posa en los capiteles como si quisiera despertar a los abades dormidos en sus sepulcros. Porque este recinto —segundo en importancia sólo tras la iglesia— fue también su morada final.

En estas losas frías, bajo el peso de las bóvedas, donde resonó durante siglos el latido invisible de la comunidad, se adivinan las sepulturas, humildes y serenas, de los abades que sirvieron a Veruela.

Destacan en sus muros dos sepulturas: la de Lope Ximenez, señor de la localidad de Agón, realizada en piedra policromada a finales del siglo XIII.

Y la del abad y cardenal Sancho Marcilla de finales del siglo XIV. Piedras dormidas, que guardan nombres significativos y oraciones que ya nadie reza.



Paso a paso por el claustro y siguiendo cada habitación, te harás una idea perfecta de cómo era la vida de los cistercienses. Aquí el viento del Moncayo roza las arcadas y parece traer el murmullo de una oración perdida. En este lugar de equilibrio y de sosiego, la luz se vuelve plegaria y la piedra, música callada. Bécquer habría dicho que aquí el alma se siente leve, suspendida entre la tierra y el cielo, como si el claustro no fuera una construcción humana, sino un pensamiento de Dios tallado en silencio.

En la panda norte hay dos portadas de comunicación iglesia-claustro. Una denomina "PUERTA DE LOS CONVERSOS", que permitía el acceso al templo a los legos, miembros de una orden religiosa que no son ordenados sacerdotes y se dedican principalmente a tareas manuales y seculares, permitiendo a los monjes sacerdotes enfocarse en la vida contemplativa. 

Y otra PORTADA del siglo XIII por la que accedían los monjes y en la que todavía quedan restos pictóricos e inscripción en la arquivolta exterior de la misma, que son el comienzo del salmo 51 del Antiguo Testamento o salmo de David : "MISERE MEI DEUS SECUNDUM MAGNAM MISERICORDIAM (TUAM)".



Allí, bajo el arco de ingreso al templo una losa negra, sin inscripción y con una espada groseramente esculpida, señala el humilde lugar en que el famoso don Pedro de Atarés quiso que reposasen sus huesos" G.A.B.

Y junto a ella, las tumbas en que descansaban la mujer y los hijos del fundador del monasterio, profanados y saqueados durante la invasión napoleónica.

Accedemos ahora al TEMPLO de gran monumentalidad, que tiene una grandeza sobria, cisterciense, donde la belleza no grita: susurra.

Es un edificio de cruz latina, con tres naves que avanzan hacia el presbiterio como tres caminos de fe.

Las naves se dividen en seis tramos gracias a pilares cruciformes con semicolumnas que cuentan con capiteles labrados y se cubren con bóvedas de crucería.

En la cabecera se abre el presbiterio con un gran ábside rodeado por una girola o deambulatorio con cinco absidiolos semicirculares de puras líneas románicas, cubiertos por medio cañón y cuarto de esfera respectivamente, flanqueado por otros dos ábsides laterales en el transepto.

Detrás del presbiterio, encontramos en el suelo el acceso a la cripta, que se desarrolla por debajo del altar mayor. Esta fue construida en el siglo XVII por la casa ducal de Villahermosa, ligada al monasterio de Veruela desde los tiempos de Martín de Gurrea y Aragón (1525-1581), IV duque de Villahermosa.

Varios de los absidiolos de la girola, a nivel del tercio superior del cilindro absidal y a ambos lados de su ventanal, presentan inscripciones bastante bien conservadas. Dan noticia y fecha de la consagración de cada altar. Las fechas legibles varían de 1182 a 1168 "ANNO AB INCARNATIONE DNI".


En los cuatro espacios del cilindro absidal, que ofrecen su superficie entre los cinco vanos apuntados que lo comunican con el deambulatorio, hay un mensaje fraccionado que cobra sentido cuando se reúnen sus cuatro componentes. En él se da noticia de la consagración del templo el 18 de Diciembre de 1248 por Acenario, obispo de Calahorra, según puede leerse en la transcripción del mensaje completo.


En uno de los lados del brazo del transepto, encontramos una portada rococó del siglo XVIII decorada con ángeles niños y también músicos. Remata el conjunto una pequeña imagen de la Inmaculada y un Cristo resucitado niño. Esta puerta da acceso a la SACRISTÍA NUEVA

Pieza de planta rectangular construida en tiempos del abad Bernardo López (1664-1660). La forman dos espacios distintos, la antesacristía y la sacristía propiamente dicha. Allí, entre arcones, cálices y ropas litúrgicas, los monjes se preparaban para el oficio divino, ajustando sus hábitos en un silencio casi musical.

Esta última estancia la preside una talla de la Virgen con el Niño. Destaca por su bóveda de medio cañón con lunetos decorada con un revoque en yeso pintada con motivos naturales y geométricos de vivos colores aunque abunda el blanco y negro. En el centro de la bóveda un medallón con el anagrama de la Virgen María.

Hacia el interior, la entrada de la sacristía está formada por un arco de medio punto decorado en estuco policromado. A su izquierda podemos encontrar la pila lavamanos habitual en las sacristías.

Adosado al extremo del brazo norte del transepto, encontramos la CAPILLA DE SAN BERNARDO, santo patrono de la orden.

Cobija el maravilloso SEPULCRO EN ALABASTRO DEL ABAD LOPE MARCO, ornado por un arcosolio en cuyo interior se encuentra el sepulcro. En la parte inferior podemos ver las virtudes cardinales entre los escudos de Hernando de Aragón y Lope Marco.

Sobre el sepulcro la estatua yacente del abad vestido con hábito de la orden del cister. 

En la fachada del muro, imagen de la Virgen y el Niño entre San Pedro y San Pablo y a sus pies arrodillados San Bernardo y San Benito. 

En uno de los laterales del sepulcro al obispo San Valero, según consta en la inscripción de la parte superior. 

Junto al retablo de la capilla, se conserva la losa sepulcral del infante Alfonso de Aragón y Castilla, primogénito de D. Jaime el Conquistador y de la reina Leonor de Castilla.


Entre los arcos laterales del presbiterio resaltan sobre el fondo oscuro del trasaltar, blancos sepulcros de dos cuerpos rematando en aguja, donde en 1633 fueron trasladados los restos de ilustres difuntos, antes diseminados por el templo bajo humildes losas. Pertenece uno al conde D. Lope de Luna y a su padre Artal III de Luna. El primero fue padre político del rey D. Martin de Aragón.

En el siguiente, realizado en alabastro, descansan los nobles duques de Villahermosa desde Fernando de Gurrea y Aragón, quinto duque de Villahermosa y conde de Ribagorza, títulos que heredó al morir su padre.

Al pie de las gradas del presbiterio, se encuentran también lápidas funerarias de abades de Veruela que aspiraron asimismo a perpetuar su nombre, y confundida entre ellas la del gobernador Juan de Gurrea, que murió en 1591.


Volviendo a la nave del evangelio, tendremos acceso a una pequeña habitación que es llamada la SALA DE DIFUNTOS, ya que aquí eran lavados y arreglados los monjes difuntos para ser enterrados en el cementerio situado al exterior de la iglesia en este lado norte.


Nos quedaba por visitar el Museo del Vino dedicado a la denominación de origen Campo de Borja, ubicado junto al aljibe medieval.






Fue el primero de sus características en Aragón y en él se puede descubrir la tradición vinícola y la modernización que se está llevando a cabo en la zona.

El Área de Historia, dividida en las fases tradicionales: Antigua, Media, Moderna y Contemporánea, muestra las principales manifestaciones históricas y artísticas del cultivo del viñedo y de la elaboración del vino, haciendo hincapié en la cultura vitivinícola de Campo de Borja a lo largo de la historia: desde su conocimiento por parte de los Celtíberos, pasando por la importancia que el Monasterio de Veruela tuvo en la expansión del viñedo por la zona, hasta llegar a la creación de las pequeñas bodegas de cerro, el cooperativismo del siglo XX y el reconocimiento como Denominación de Origen en 1980.


En la planta sótano nos ilustran sobre el recorrido del vino desde la cepa a la copa: Variedades y morfología del vino. El ciclo de la vid. La vendimia. El acarreo. El escachamatas. El chof. El show de Garnachica. Los trabajos en la bodega. La vinificación. Y el teatro virtual.

En el Taller de los Sentidos se pone a prueba la sensibilidad de cada persona mostrando las sutilezas y matices del vino a través de sus percepciones sensoriales. Los colores del vino. Los aromas del vino, donde 16 especieros permiten jugar a percibir algunos de los aromas presentes en el vino. Vainilla, canela, pimienta… ¿y tú? ¿qué aromas percibes? Y por último, las texturas del vino.

Y así, terminamos nuestra visita. Entre el rumor del viento y el eco de las campanas, uno aprende que el silencio también tiene voz, y que el alma, cuando se queda sola, se parece mucho a este monasterio: viejo, hermoso, lleno de ecos y de luz. Por eso, cuando me marche de estos muros, algo de mí quedará aquí: un suspiro entre los cipreses, una palabra escrita en el aire.

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https://www.turismodearagon.com/ficha/monasterio-de-veruela-vera-de-moncayo/

https://es.wikipedia.org/wiki/Real_Monasterio_de_Santa_Mar%C3%ADa_de_Veruela

https://patrimonioculturaldearagon.es/patrimonio/monasterio-de-santa-maria-de-veruela/

https://www.romanicoaragones.com/4-Cinco%20Villas/990509-Veruela.htm

https://www.jdiezarnal.com/monasteriodeveruela.html

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